Joan Pau Inarejos, agosto 2005
El toro se zambulló al ver que la joven ya no estaba sobre su lomo, y con toda la gruesa piel jadeando bajó a las profundidades mediterráneas. Los pulpos se erizaban y los bancos de peces se desparramaban al descubrir la cornamenta buceante, cortando el agua como un relámpago submarino. El animal rastreó campos de algas y cuevas burbujeantes pero aunque cualquier pestaña de luz podía confundirse con ella, no apareció.
No debí correr tanto, no la sujeté bien, fue mi culpa, la asusté, así gemía y se maldecía el instinto del toro casi ahogado, bajo la mirada perpleja de las medusas. Con los cuernos rojos de dolor y de reventar corales se engañó a sí mismo y fabuló que Europa no había muerto sino que estaba en brazos de un dios más rápido y escamoso.
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