JOAN PAU INAREJOS, julio 2004
- ¿Me lo aguanta un momento, por favor?
Aquella mujer me confiaba su bebé. Y como tenía los ojos verdes le dije sí, cómo no. Cogí al pequeñín y ella metió la mano en su bolso verde transparente hasta que dio con el móvil. Llevaba un vestido muy corto: también era verde, pero por desgracia no era transparente.
Mientras la mujer andaba por el parque en busca de cobertura, me fijé en el chiquillo. No tendría ni un año, pero sonreía de oreja a oreja como si tramase perrerías. Era regordete como un mazapán y rubio como su madre, a quien por cierto había perdido de vista.
Levantó los ojos saltones. Encima nuestro revoloteaba una mariposa blanca. El tocinito de cielo agitaba las manos, pero no la podía alcanzar. Entonces, aún tiemblo al recordarlo, se elevó medio metro sobre mi regazo y pinzó el bicho por un ala. Se rió como un cascabel y volvió a bajar conmigo.
Empecé a sudar. Me ardían las axilas. La madre no andaba por allí. Miré al pequeño con desasosiego y él sonríe que sonríe. Le di la vuelta y levanté cuidadosamente la diminuta camiseta. Tenía dos alitas, dos alitas blancas como de palomo y suaves como de algodón. Me levanté de un salto con el niño en brazos. Y la mariposa echó a volar.
Se puso a llorar como un condenado. Intenté consolarlo cantándole Angelitos Negros. Con mis sobrinos siempre había funcionado, pero a aquel bebé le había cambiado la cara y no había quien lo parase. Lo agité como un cóctel y el angelito, rojo y henchido, me vomitó encima.
Me senté como pude. Todo el mundo me estaba mirando. Tenía el hombro izquierdo empapado de una sustancia marrón y burbujeante y no llevaba nada para asearme. Le di la vuelta al crío y me limpié con sus alas. Eran de lo más absorbentes.
A todo esto apareció la madre. Venía a toda prisa y yo plegué las alitas con disimulo. Lo siento, lo siento, decía mientras cogía al niño. Al ver la mancha en mi hombro dijo oh, como lo siento, lo siento. Sacó un pañuelo de papel y se agachó para limpiarme: tuve un magnífico escorzo de su cuerpo.
Después limpió los morritos del bebé y lo acalló con besos tiernos, mejilla contra mejilla. Volvió a decir lo siento y me explicó que había tenido una llamada muy importante, que se trataba del trabajo y no podía colgar. Le dije que no se preocupase, que ya me iba a casa y me daría una ducha. Ella me miró fijamente.
- ¿Quiere tomar una copa?
Le dije que me podía tutear y me fui tras ella.
"Ponte cómodo", me dijo cuando llegamos a su piso. Voy un momento a bañar al crío. Me quedé en el sofá hojeando unas revistas de moda, y al rato apareció el bebé por el pasillo. Iba desnudo y lleno de jabón, volaba hacia mí con su aleteo silencioso. Mamá le iba a la zaga con una esponja en la mano.
Lo estuvo persiguiendo con paciencia hasta que lo agarró por un pie y lo metió en la bañera. Ya oscurecía cuando vino conmigo al comedor. Vestía una camiseta y unas braguitas minimalistas.
Perdona que te haya hecho esperar: este hijo mío… El otro día me trajo a comer una paloma. Imagínate. Dime, ¿qué quieres? ¿Whisky, champán, vino…? Lo mismo que tú, le dije. Pues que sean dos whiskys. Y vino con dos vasos repletos de hielo. ¿Fumas? No, gracias. No te molesta el humo, ¿verdad? Descuida, mujer.
En medio del humo relucían sus ojos verdes. De vez en cuando se mordía el meñique. Me contó que ella había empezado como modelo, y que de un tiempo a esta parte se dedicaba al cine. Por lo visto un diseñador amigo suyo ("¿no le conoces?") era amigo de un director emergente ("pues le han llamado de Hollywood). "Los amigos de mis amigos son mis amigos", concluyó llenándose el vaso.
¿Sales con alguien?, se me ocurrió decirle. Ella hizo un largo uf, bueno ahora no y propulsó algunos anillos de humo hacia arriba. Se quitó las sandalias y descalza, con el cigarrillo en boca, se fue en busca de algo.
Tras una portada de flores fluorescentes apareció un hombre de barbas rojas. Éste es Vulcano: mi primer marido. Trabajaba en una fábrica cuando lo conocí. Era muy buena persona y me hacía reír. Pero enseguida lo dejamos. Una vez me vio en una de esas revistas de moda y me dijo que lo que hacía era una vulgaridad. Si me quería realizar no podía contar con él, ¿entiendes? Hizo una calada y yo asentí con gravedad. Pasó página.
Y éste es Marte. Es el padre del niño. ¿Tú crees que se parecen? Bueno, él no es rubio, pero… Mira, fíjate. Era soldado profesional. Siempre me contaba cosas del ejército y una vez le pedí que me hiciera un striptease con el uniforme. Fue es-pec-tacular. Tuvimos un hijo y bueno, yo creo que fue una locura lo nuestro aunque en fin. ¿A que es un encanto?
¿Y estos? Oh, sí, estos son Adonis y Anquises. Aventuras sin importancia, ya sabes: amores de verano. Ahora con Cupidillo casi ni puedo salir de casa. Y cuando me voy no paro de llamar al móvil a la canguro. Es tan despistada…
Apagó el cigarrillo y exclamó: "qué calor". Se llevó las manos al pelo y se quitó los clips de colores. Una cabellera enorme, dorada y esponjosa le bajó hasta media espalda. Encendió otro cigarrillo y me miró con verde intenso.
No te tengo vista. ¿Has vivido siempre aquí? Me rodeó de humo. Sí: siempre. Pero, -tragué saliva- ¿no se supone que naciste de una concha o de la espuma del mar? Ella me miró unos segundos y rompió a reír a carcajada viva. La espuma del mar, qué gracioso, dijo. Y echó un trago.
JOAN PAU INAREJOS, julio 2004